Lágrimas Azules por los policías asesinados en Dallas

El 7 de julio del 2016 fue un día en que todos lloramos azul, aún aquellos que en busca de la imparcialidad periodística optamos por suprimir nuestras emociones cuando estamos desempeñando nuestro trabajo.

En mi caso es un principio ético inculcado por profesores y mentores durante mis estudios universitarios y casi casi perfeccionado a lo largo de 27 años de experiencia en el cambiante mundo de las cámaras y los micrófonos.

Digo casi casi perfeccionado porque, en el fondo, el periodista nunca deja de ser un ser humano. Estamos entrenados para procesar y comunicar información, sentimientos, datos, hechos, novedades y todo lo que encierra una sociedad tan dinámica como lo es el Metroplex.

Sí, el sueño de todo periodista es cubrir un evento grande y descubrir el detalle pequeño que hace de un acontecimiento cotidiano algo inolvidable. Pero grande no es sinónimo de trágico. El 7 de julio de 2016 fue eso y más.

Mi subjetiva lágrima azul fue producto de sentimientos que seguramente el resto de mi comunidad experimentó ese día. Fue la ansiedad de saber que mis colegas, entre ellos mi esposo, estaban en el lugar del peligro, en el epicentro de la masacre. Fue el dolor de saber que las familias de los cinco policías caídos comenzarían a vivir con un profundo vacío. Fue la impotencia ante la vulnerabilidad que generan el odio, el racismo, la intolerancia y la soberbia.  Fue la pena de saber que la ciudad que me recibió con los brazos abiertos días antes de la navidad hace más de 10 años había perdido su inocencia.

Cierto, Dallas ya había vivido otras tragedias. El asesinato de JFK, innumerables accidentes que marcan a quienes los sufren y a quienes los reportan y los embates de la madre naturaleza cada temporada de tornados.

Sin embargo, la emboscada contra los uniformados fue diferente. Tal vez sea el sentimiento de seguridad que uno desarrolla cuando se siente en casa; el famoso “eso no pasa aquí” que al ver perdido me entristeció profundamente.

Las tensiones raciales que venían carcomiendo la fibra social en Estados Unidos desde el incidente en Ferguson, Missouri se desbordaron en Dallas. Algo falló que no fuimos capaces de prevenirlo como sociedad. Algo se rompió o tal vez ya estaba roto y nunca nos dimos cuenta. Ese día me sentí de luto.

Sin embargo, lo que ocurrió en los días posteriores me llenó de esperanza y me ayudó a recuperar la fe en mi comunidad. Civiles y uniformados se unieron en un abrazo. El luto nos hizo recordar que todos somos humanos, que compartimos un espacio y un fin; que aunque nuestros caminos son distintos todos soñamos, todos sufrimos, todos amamos.

Hoy, un año después, me quedo con el sentimiento de esperanza que viví el 8 de julio, sin olvidar lo ocurrido un día antes. Olvidar es peligroso. Cuando la memoria falla los errores se repiten.

Mi anhelo es que Dallas tampoco olvide el sacrificio que hicieron los agentes caídos, los heridos y sus familias. Que las agencias del orden tampoco olviden que aún hay heridas por sanar, trabajo por hacer y errores por enmendar. Utilicemos ese dolor para juntos lograr un mejor entendimiento.  No más muertes sin sentido.  No más lágrimas, azules o de ningún color, no más.

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