WUHAN, China - Wuhan, la gran urbe china que de la noche a la mañana se vio por sorpresa aislada y confinada, tras ser la primera en sufrir el virus que aún se cierne sobre el mundo, trata todavía de recuperar su vida con mucha precaución, entre heridas que tardarán tiempo en superarse.
A las 10 a.m. del 23 de enero de 2020, esta ciudad de 11 millones de habitantes despertó totalmente clausurada, con sus accesos cerrados, las calles desiertas y la gente metida en sus casas, en medio del pavor por una enfermedad de la que se sabía bien poco.
En los primeros momentos del inédito aislamiento, algunos todavía pudieron salir a comprar comida en las pocas tiendas que permanecieron abiertas, pero al poco éstas también cerraron y nadie se movió de sus cuatro paredes en semanas.
Llegaron los días más terribles: los enfermos se multiplicaban y los hospitales, sin medios ni personal suficiente para luchar contra un virus casi desconocido entonces, no daban abasto para atender a todos los ciudadanos que mostraban síntomas.
Muchos eran devueltos a casa sin un diagnostico claro y algunos murieron allí sin saber siquiera de qué, o sufrieron solos y en silencio la enfermedad, sin apenas información sobre su alcance o sus eventuales secuelas.
El miedo a lo desconocido y la falta de comida fueron la mayor preocupación de los wuhaneses esas primeras semanas, según los testimonios recogidos estos días entre decenas de habitantes de la ciudad.
En los primeros compases, con las tiendas de alimentación cerradas y todo el mundo confinado, las autoridades todavía no habían podido organizar la enorme operación logística de repartir alimentos en cada domicilio de la ciudad por lo que mucha gente recuerda el hambre.
Además, eran los primeros en enfrentarse a un virus nuevo que se cebó con ellos, sin apenas experiencias previas más que la del Síndrome Respiratorio Agudo y Grave (SARS), otra enfermedad causada también por un coronavirus que había afectado a China en 2003.
"La gente no tenía información, no sabía qué era exactamente el virus ni cómo se podía contraer y eso generó mucha ansiedad", explica la psicóloga Li Geng, que trabajó sin descanso voluntariamente durante el confinamiento con los wuhaneses.
"Era como enfrentarse a algo invisible e impredecible, no sabíamos si de repente nos íbamos a contagiar todos o si algún día podríamos salir de casa", afirma Yu Xingwen, una joven estudiante de Medicina que pasó el confinamiento con su familia en el piso 23 de una de las miles de torres de viviendas que pueblan Wuhan.
Entre los que contraían el COVID-19, el problema era otro, explica la psicóloga Li: "tenían miedo a la muerte o a las secuelas que podía dejar la enfermedad, desconocidas entonces, algunas todavía ahora".
Cuando uno está ingresado en un hospital, al menos cuenta con la compañía del personal sanitario y la confianza de saberse en manos de profesionales, pero cuando se está solo en casa o -en el mejor de los casos- con familiares, cualquier síntoma extraño se convierte en una alerta inquietante.
"Mi padre murió solo en su casa, no culpo a nadie, no había camas en los hospitales y cada día venía un médico a verle, se desvivieron para atenderle pero era mayor y no pudo ser", relata Wei Douyong (nombre ficticio), de 45 años, una de las pocas personas que se atrevieron a detallar el sufrimiento de aquellos terribles días.
La madre de Wei había fallecido dos años atrás y su padre, de 78 años, vivía solo en un apartamento de Wuhan, aunque el hijo buscaba una solución habitacional alternativa desde hace meses.
Esos momentos terribles duraron poco más una semana, el tiempo que tardó China en construir el hospital de campaña de Huoshenshan, uno de los dos que levantó en tiempo récord en la ciudad con módulos prefabricados para paliar la falta de camas hospitalarias.
El 2 de febrero, cuando se terminó en diez días la construcción de Huoshenshan, el Ejército chino ya transportaba material y personal médico a Wuhan para su apertura al día siguiente.
Luego llegaron cientos de médicos y sanitarios de varias provincias chinas, además de equipos de protección, mascarillas y material necesario para el personal médico, que los primeros días trabajaron sin descanso para comer o incluso para ir al servicio, ante la falta de trajes protectores de recambio.
La psicóloga nos cuenta que cuando el confinamiento acabó, el 8 de abril, algunos doctores y enfermeras tenían pavor de recordar los momentos terribles que habían vivido. "Es habitual en una situación traumática. Preferir no recordar y mirar para adelante en lugar de hacia atrás", explica.
Solo hace falta charlar un rato con cualquiera en las calles de Wuhan para palpar algo parecido: la mayoría de la gente no quiere hablar y la que accede pasa enseguida por encima de los recuerdos para destacar lo "bien que está ahora la ciudad" que la gran mayoría considera "la más segura del mundo".
Y se dio una categoría más de sufrimiento psicológico, dice Li: la de quienes pasaron la enfermedad y se curaron pero temen ser rechazados, que la gente no les acepte o les cuelgue para siempre el estigma del COVID-19.
"Tratamos muchos casos de esos durante la cuarentena, pero también después e incluso alguno ahora, es una preocupación persistente", comenta la psicoterapeuta.
Desde el 8 de abril, Wuhan ha ido renaciendo poco a poco y ahora vuelve a ser una ciudad casi normal, con una animada vida cultural y nocturna, aunque nadie se quite la mascarilla y la precaución se palpe en cada momento y cada conversación.
Quedan muchas heridas todavía por cicatrizar y la capital de Hubei aún está lejos de ser la misma que antes.
Con todo, muchos wuhaneses salieron, pese al cielo encapotado, a curiosear por las calles comerciales o pasear por sus hermosas playas fluviales junto al río Yangtsé, donde se veían también pescadores con caña.